viernes, 3 de abril de 2009

En el vapor del agua caliente...


Tus dedos se deslizan por tu piel con esa suavidad especial que sólo el jabón les otorga. Tus senos se endurecen un poco y gimes bajito cuando llevas un dedo a tu sexo y rozas levemente ese clítoris ansioso que te exige caricias más directas.

A medida que el placer se apodera de tí, te deslizas por la pared de la ducha hasta que quedas sentada en el suelo, mientras el agua caliente cae por tu pecho.
Introduces un dedo en tu sexo. Pero esa boca ardiente te pide más. Le das un segundo dedo, y luego, incluso un tercero. te deslizas más por el suelo, ya estás casi acostada.
Los dedos de tus pies se crispan al sentir la proximidad del orgasmo, todo tu cuerpo se tensa para sentir al máximo cuando se desate esa oleada de placer. Ya tus tres dedos casi no se mueven dentro de ti, es el índice de tu mano derecha el que está terminando el trabajo con una danza casi agresiva sobre ese clítoris explosivo que tienes.

5 segundos...

Terminas de deslizarte hasta quedar completamente acostada en el suelo de la regadera.

4 segundos...

Dejas de respirar...

3 segundos...

El agua parece fría en comparación a tu temperatura corporal...

2 segundos...

Comienzas a sentir como se acumula la ola expansiva del orgasmo.

1 segundo...

La ola se desata y toma posesión de tu sexo.
Y de pronto, con una rapidez increíble, la ola llega a tu cerebro.

Gimes.

¡Por fin! Ahora cada una de tus terminaciones nerviosas recibe el impacto, tu espalda se arquea, tus ojos se ponen en blanco y te dejas invadir por las oledas de placer demencial...

Unos segundos después, caes rendida al suelo, tus músculos aún no responden pues tu cerebro sigue muy aturdido como para darles órdenes, pero no te importa.
Te quedas otro rato acostada en el suelo, sientes el agua caliente correr por tu cuerpo, languido y relajado, mientras disfrutas de las sensaciones que te ha dejado tu orgasmo.

Ese orgasmo que huele a jabón de menta y eucalipto...

miércoles, 25 de marzo de 2009

Jimena y el mar...



Amanecía mientras Jimena observaba embelesada como el mar se tornaba de mil colores bajo las luces del sol saliente.

-¿Hermoso no?
Jimena giró su rostro bruscamente buscando el origen de aquella voz sintiéndose algo sobresaltada, ya que creía estar sola. Al darse vuelta se encontró con un par de ojos de profundo color marrón que transmitían seguridad y cortesía, no pudo evitar una sonrisa.

-Si, la verdad es que es de los escenarios bellos que he visto en mi vida.
-¿Te importa si me siento contigo un rato?
-En absoluto, no me importaría tener algo de compañía.
El le dedicó una sonrisa antes de asentir y sentarse a su lado, mientras ella se acomodaba el sombrerito artesanal que llevaba.

-¿De vacaciones?-Le preguntó él.
-Algo así. ¿Y tú?
-Yo no. Hace semana y media que comencé a trabajar en un hotel por aquí cerca, pero mi horario no comienza hasta las 9, y aprovecho estas horas previas para admirar el paisaje y darme uno que otro chapuzón en este mar tan cristalino. De hecho, a eso iba cuando te vi, ¿te apetece darte una zambullida conmigo?

Ella lo miro con ojos suspicaces pero su instinto no daba ninguna señal de alarma, por lo que decidió confiar. Sonrió de nuevo y le dijo:

-Anda, adelántate tú que yo te sigo.
El amplió su sonrisa mientras se levantaba y se dirigía al agua.

Jimena no se reconocía. Ella se caracterizaba por ser una mujer bastante rígida y desconfiada, pero luego de sobrevivir un accidente de avión era evidente que su manera de ver la vida había cambiado, sin embargo, aun se sorprendía. Pero cuando escuchó que aquel hombre la llamaba con el agua a la cintura y haciéndole señas con los brazos, no lo siguió pensando. Dejó en la arena el pareo y las sandalias, y se adentró en el agua.

Cuando llegó donde él se encontraba entre chapoteos le gritó:

-¡Por cierto! Mi nombre es Jimena.
En ese momento perdió pie y se hundió de golpe en el agua. Dos segundos después, sintió un par de manos fuertes y seguras que la sacaban de nuevo a la superficie.

-Mucho gusto Jimena, mi nombre es Fabián.
Ella se quedó hipnotizada por un instante, prendada de aquellos ojos, luego, sin pensarlo se abalanzó sobre él y lo besó con toda la pasión que nunca se había atrevido a exteriorizar. El viento le arrancó el sombrero y se lo llevó dando tumbos por los aires sin que ella lo notara siquiera. El le respondió con la misma fiereza y la atrajo hacia su cuerpo casi con desesperación.

Llevados por el momento y envueltos por el ritmo sereno y cadencioso del mar, ambos se tocaron, se descubrieron, se besaron y terminaron haciendo el amor al compás de las olas.

Dos meses después, ambos abrieron una pequeña posada a la orilla del mar y salen juntos cada mañana, antes de que todos despierten, a ver el amanecer y retozar juntos sobre la arena, rodeados de la suave espuma marítima.



Y cuando mueran las sirenas cantarán por muchos años la historia de su amor...